La rutina se
repite casi todos los días de clase. Salgo del instituto y vuelvo a casa. Este
curso mi garganta suele picar más que otros años. Los chavales te las hacen
pasar canutas a veces. Me gusta pensar que es parte de su obligación de
adolescentes: rebelarse y desafiar cualquier tipo de autoridad, si bien ese no
es para nada mi perfil como docente. Lástima que en esa rebelión haya tan poco
de ideológico y tanto de una simple falta de modales.
Apenas tardo
en olvidar todo lo que ha pasado en el aula, lo bueno y lo malo se diluyen por
igual y de manera veloz, desaparecen en lo que tarda la música en viajar desde
mi mp3 hasta mis orejas a través de unos cables demasiado enredados.
Normalmente
como solo. Suelo narrar mentalmente las pequeñas ceremonias culinarias
intentando que suenen exóticas, casi cautivadoras, como si el propio Murakami
estuviese firmando el párrafo.
Hoy, sin
embargo, he comido acompañado, sin duda un augurio prometedor de lo que
ocurriría a continuación. Uno de los momentos que más saboreo en todas esas
jornadas que nada memorable presagian y que en realidad suelen ser mis
favoritas, es el ratito de lectura nada más levantarme de la mesa. Me tumbo en
la cama –solo sé leer en posición horizontal– y me sumerjo en el libro de turno
hasta que el escozor de la garganta y el de los ojos se encuentran. Al cabo de unos segundos ya estoy dormido.
Unas pocas
páginas antes de ese catártico instante, tan pleno que a veces me sorprendo
casi desbordado por esa felicidad tan barata y tan pura, un poco burguesa y
orgullosa también, sucedió algo increíble. Nunca olvidaré la página 516 de Vida y destino, de Vasili Grossman.
Cuando un ruso como Stalin manda se sube a los lomos del realismo socialista
con un novelón de esta categoría, casi me hace dudar de que nadie escribe como los autores
sudamericanos.
Y de repente,
cuando casi podía oler las cenizas de una Stalingrado bajo asedio nazi,
llegó la coincidencia que me unirá sentimentalmente a Grossman durante el resto
de mi vida literaria. Y es que en plena disertación filosófica sobre el bien y
el mal, aderezada en mi subconsciente con secuencias de Terrence Malick,
Grossman ilustra sus argumentos con una cita bíblica: Jeremías 31, 15.
«Se oye un grito en Ramá, lamentos y un amargo llanto. Es
Raquel que llora por sus hijos y no quiere ser consolada; ¡sus hijos ya no
existen!»
¡El mismo
pasaje de las sagradas escrituras que utilicé para El tránsito!
Germán se encuentra acorralado por infectados en la azotea de un edificio y ve
cómo el futuro de su familia y el suyo se separan sin remedio porque él anda auxiliando a un tipo loco que repite sin parar las palabras del profeta
Jeremías. ¿Qué probabilidad había de que Grossman y yo, en un vastísimo páramos de capítulos y versículos, coincidiésemos seleccionando un mismo extracto de la Biblia para nuestras respectivas novelas?
Arriba, "Vida y destino". Abajo, "El tránsito". |
Grossman escribe justo antes «cada vez que asistimos a ese amanecer mueren
niños y ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es
impotente para reducir el mal sobre la Tierra.» En el caso de El tránsito, justo después del versículo
de Jeremías, la terraza del edificio seguro queda inundada de lluvia y horror
cuando los infectados derriban la puerta. También allí corre la sangre de
ancianos y niños. Los gritos en Ramá llegaron a la Rusia invadida de Grossman y
a mi distopía Z. Deliciosas casualidades que hacen que uno quiera ser escritor.
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